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Nombre: albertiyele
Ubicación: Palma de Mallorca, Illes Balears, Spain

20 noviembre 2017

Los libros rotos




Algunos de aquellos libros que encuaderné allá y que están acá. Uno, el de Blasco Ibáñez, tiene una historia como de novela que conté aquí mismo hace ya años.

http://albertiyele.blogspot.com.es/2006/05/el-destino-de-un-libro-azar-o-voluntad.html?m=1


En los últimos años porteños había empezado a aprender a encuadernar. Iba a un taller organizado por el Departamento de Extensión Universitaria de la UBA, que funcionaba en los sótanos de la Facultad de Ciencias Económicas, en la esquina de Avenida Córdoba y Uriburu, en un barrio que tenía para mí viejas resonancias de mi vida universitaria. Las clases eran un día por semana a la tarde temprano, y llegar a tiempo me costaba sudor y lágrimas. Salía de dar clases y volaba a mi curso, y recorría medio Buenos Aires en el aire, necesariamente en coche y sin distraerme en mirar ni para arriba ni para los costados (ahora, tan lejos Buenos Aires, pienso cuántas cosas me perdí, cuántos balcones, cuántas de esas cupulitas divinas de los primeros años del siglo XX, por ir corriendo como loca por esa ciudad que me parecía que no me iba a faltar nunca), porque si no era imposible. Y al terminar, a volar otra vez a buscar a los chicos al colegio, en el baúl el canasto cargado de telas, de libros descuajeringados unos, y otros ya arreglados, de cartones e hilos y agujas y tiras de cabezadas de colores.

En aquel subsuelo un poco siniestro había  funcionado la imprenta de EUDEBA, y antes de eso la morgue de la Facultad de Medicina, que está muy cerca. Había viejas herramientas y aparatos ya en desuso de aquella imprenta, que parecían mastodónticos instrumentos de tortura oxidados y  enmohecidos. Con uno de esos mecanismos de funcionamiento delicado y peligroso, me reventé literalmente el último huesito del meñique de la mano derecha una tarde, intentando ajustar un libro para redondearle el lomo.

La profe era una vieja obrera gráfica, porteña hasta el tuétano, que parecía un personaje de uno de los tangos que sonaban toda la tarde en la radio del taller. Aprendí muchísimo con ella, que tenía mucho oficio y lo transmitía con pasión y buen humor. Los alumnos éramos un grupo muy heterogéneo de gente de diversas edades y condiciones, y tengo de esas tardes, encerrados todos en ese lugar extraño, como sumergido en las entrañas de Buenos Aires, y al que se accedía por una especie de laberinto de pasillos y escaleras,  un recuerdo como de felicidad secreta. Y además me arreglé unos setenta libros, que me quedaron preciosos y que me sigue dando placer ver en los estantes, sin terminar de creerme todavía que los arreglé yo, con estas dos manitos y cartón y cola y tela y paciencia, muuuuucha paciencia.

Varios de esos ejemplares los regalé. Andan algunos de esos libros cosidos por mí en un sótano de Buenos Aires, por rincones del Uruguay, de España, de Argentina. La mayor parte sigue en mi casa porteña. Algunos, pocos, están aquí conmigo, en una isla en el medio del Mediterráneo (como yo, ellos tampoco entenderán del todo cómo cazzo vinieron a parar tan lejos,  y tan rodeados de agua). Hace muy poco, y por otro asunto, charlé con un querido amigo de eso: es curioso a veces, muy curioso, el destino de los libros.

Cuando llegué a Palma busqué y pregunté por aquí y por allá. Pero tardé más de diez años en encontrar dónde seguir componiendo libros. Palma puede ser muy hermética. Cuando

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