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Nombre: albertiyele
Ubicación: Palma de Mallorca, Illes Balears, Spain

16 marzo 2008

Y más Granada



Esa que ven en la foto soy yo, claro; pero lo que ven atrás es lo que vale la pena: es la Huerta de San Vicente, la casa de las vacaciones granadinas de García Lorca. Y lo divertido es cómo llegamos hasta allí. Ocurrió que después de desayunar opíparamente en el hotel, como se suele hacer siempre en los hoteles, decidimos salir a la marchanta, a perdernos un poco por la ciudad y ver con qué nos encontrábamos y con qué nos sorprendía. Caminamos por el Realejo, el barrio antiguo de Granada, que además era donde estaba nuestro hotel; fuimos a dar a las ramblas y de allí buscamos el río Genil, porque yo iba ya muy bien asesorada por Inma, que me había dado indicaciones por e-mail. Bordeamos el río, cruzamos puentes preciosos, paseamos por jardines, vimos cómo la gente camina y corre y hace gimnasia con la Sierra Nevada de fondo, y cuando ya estábamos cansados de caminar se hizo la luz: por allí vimos pasar uno de esos autobuses turísticos colorados, con dos pisos y sin techo, cargado de guiris asoleándose y uno supone que sin entender nada, y resolvimos en dos minutos que esa era la exacta ocasión de ser unos turistas prototípicos. Buscamos la parada, oblamos los dinerillos del pasaje (que es carísimo), recibimos las instrucciones del chofer, y allá nos fuimos, al piso de arriba, rodeados de japoneses (curiosidad: un matrimonio de japoneses ya mayor, su hija de una edad incalculable , y algún día alguien podrá explicarme por qué las edades de los orientales nos resultan imposibles de calcular, y el novio de la nena: un españolísimo y cariñosísimo joven, que fue todo el recorrido a los arrumacos con la nipona, qué tal?), alemanes e ingleses. Ese pasaje carísimo vale la pena: el colectivo tiene un recorrido circular de calesita, y te podés bajar donde se te antoje y volver a subirte todas las veces que quieras durante 48 horas; cuando subís te dan unos auriculares que enchufás en tu asiento y te van contando en el idioma que elijas dónde estás y que podés ver en la zona. Perfecto. Nos subimos enfrente del Palacio de Congresos, en la orilla del Genil, y primero dimos una vuelta completa. Recorre toda la ciudad, aunque siempre por las calles por las que entra semejante mastodonte, claro. Ya en la segunda vuelta teníamos un panorama más claro; primera bajada: el parque García Lorca, que es un pulmón verde, sereno, precioso, en medio de la ciudad; y allí, en el centro del parque, la mítica huerta de Federico. Tomamos algo fresco en un bar cualquiera (por dos cocacolas nos trajeron unas tapitas que casi podían servir de almuerzo, increíble e increíble también la cantidad de comida que uno puede meterse al buche cuando está de viaje, sin ninguna culpa), y nos metimos en el verde a pasear y a imaginar que estábamos en otra época. A pesar de estar rodeados de avenidas había silencio, perfumes de romero y de limones en el aire, un viento suave y fresco, un cielo azul, un clima edénico. Hasta nos dimos el lujo de entredormirnos en los bancos del parque, frente a un estanque, mientras esperábamos la hora de apertura de la casa, convertida en museo.
Nos guió una chica muy ilustrada, que se presentó como filóloga y especialista en la generación del 27 y que repetía algo así como un libreto aprendido de memoria casi sin respirar, y por supuesto sin darte ni un segundo para que le preguntaras nada que pudiera sacarla de la letanía. Mientras ella hablaba yo me preguntaba qué entendería de lo que ella contaba con un énfasis ensayado la mayoría de la gente que se acerca hasta allí. Me parece que nada, o muy poco. Mencionó a todos los célebres de la generación que pasaron alguna vez por la casa; enumeró como una retahíla las obras que se supone que Federico escribió o completó allí, justamente allí, en ese escritorio y no en cualquier otra parte de la casa o del jardín; nos mostró desde la vajilla de la familia hasta la cama del poeta y su cuarto entero y hasta sus perchas. Nos dijo que se conservó en perfecto estado porque la familia en el exilio se ocupó de que unos caseros la cuidaran. No sé si es cierto. No me termina de cerrar, pero en fin. Después pensé que la pobre debe estar aburrida, harta, repodrida, de tener que hacer ese recorrido mil veces por semana y seguramente la mayoría con gente que no entiende nada ni le importa nada. Qué sé yo.
De cualquier manera es conmocionante, sobre todo porque hay un clima más que en la casa a su alrededor que te prepara para la poesía, para una instalación en un pasado ajeno, para un cierto estado como de ensoñación.
Como siempre me pasa: preferiría que se respetara la intimidad de las casas; hay algo que no termino de saber qué es que me incomoda en las casas que fueron vividas, usadas, íntimas, y que se convierten en exposición pública de lo privado. Me imagino las hordas mirando todo y tocando todo lo que un día fue importante y cotidiano para alguien como quien mira un hormiguero partido a la mitad con un microscopio: sin ninguna delicadeza y con algo de curiosidad morbosa. ¿Qué le puede importar a nadie el inodoro de la familia García Lorca? Me da un enorme pudor ver lo que me parece que nadie debería poder ver.

Salimos serenados, eso sí. Como si nos hubiéramos tomado una damajuana de té de tilo. Y para hacer uso del dinerillo invertido, nos subimos de nuevo al autobús. Después les cuento.

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